La langosta. De comida de pobres, a artículo de lujo
Cuando se da una ocasión especial, o hay un motivo de celebración, uno de los platos que más nos llaman la atención es la langosta.
Y es que, además de ser delicioso, los precios de este crustáceo lo han mantenido por mucho tiempo como un privilegio reservado para los más acaudalados o para los que de vez en cuando se pueden permitir este manjar en una ocasión especial. Pero no siempre ha sido así
La langosta, a la que se le ha llamado “la cucaracha del océano”, es una muy efectiva trepadora social.
Su caso es considerado como uno de los más extraordinarios cambios de imagen en la historia de los productos: la langosta pasó de ser la comida de los más pobres a la de los más ricos.
Vamos a echar un vistazo al porqué
Modestos orígenes
Los escritos de los primeros colonos europeos que llegaron Norteamérica cuentan que las langostas eran tan abundantes en las costas atlánticas de Canadá y Nueva Inglaterra que se llegaban a acumular en las playas de la colonia Massachusetts Bay en montones que alcanzaban la altura de las rodillas.
Por ser tantas, eran indeseables: más bien un estorbo para los pescadores que lo que querían atrapar era peces.
Los nativos americanos las usaban para fertilizar los campos y como señuelo.
Los colonos se las daban a sus cerdos, vacas y gatos.
Las consideraban como “comida de pobres”: las tomaban de las pozas de marea y las aprovechaban para alimentar a los niños, a los presos y a la servidumbre por endeudamiento (criados ligados por un contrato que los obligaba a trabajar siete años a cambio de su pasaje a América).
De hecho, el prestigio del crustáceo era tan bajo que eventualmente algunos de los sirvientes en Massachusetts se rebelaron y lograron consignar en sus contratos que no los forzarían a comer langosta más de tres veces por semana.
“Las conchas de langosta en una casa son consideradas como signos de pobreza y degradación” John J. Rowan, observador inglés de costumbres norteamericanas, 1876
Se subió al tren
La suerte de la langosta cambió a finales del siglo XIX, gracias a los enlatados y el ferrocarril.
Su primer salto en el mundo del comercio llegó con la introducción de la primera fábrica de enlatados de Estados Unidos, establecida en Maine en 1841.
Aunque al principio fue difícil convencer a las tiendas que compraran alimentos enlatados, eventualmente quienes vivían en el centro del país tuvieron al alcance langosta barata en un abrir y cerrar de… lata.
Pero su estatus de miembro de la realeza, con corona de mantequilla y hierbas, servida en un trono de porcelana y plata se lo dieron los turistas.
Los encargados de los ferrocarriles descubrieron que si presentaban a la langosta como una exquisitez, a los pasajeros que no conocían su reputación les parecía deliciosa.
Y no sólo ellos.
Los restaurantes no dudaron en servírselas con pompa y ceremonia a los turistas de clase alta que venían del sur a Maine en verano, atraídos por el mar y sus exóticas delicias.
Cuando esos elegantes visitantes regresaban a sus hogares, seguían antojados de langosta. La llegada de la refrigeración permitió enviarlas vivas hasta lugares tan lejanos como Inglaterra, donde se vendían por diez veces el precio original.
¿A vosotros os gusta este manjar?
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